Pasan las horas de hastío por la estancia familiar el amplio cuarto sombrío donde yo empecé a soñar. Del reloj arrinconado, que en la penumbra clarea, el tictac acompasado odiosamente golpea. Dice la monotonía del agua clara al caer: un día es como otro día; hoy es lo mismo que ayer. Cae la tarde. El viento agita el parque mustio y dorado… ¡Qué largamente ha llorado toda la fronda marchita!
Nunca me dirigió la palabra, pero sí me abrió su abismo.
No conozco al tiempo, pero me deja su nombre en cartas e indirectas.
Nunca he visto al tiempo, pero sé de su cola que da forma a mi presencia.
No conozco al tiempo, pero me deja rastro de su legado, las nuevas arrugas de mis viejos o el cúmulo de polvo que se va juntando.
Sé que pasa el tiempo cuando mis sobrinos cambian de gustos y por cómo yo voy viendo el mundo.
Sé que ha pasado tiempo cuando noto la ausencia de alguien, y cuando me logro sentir segura con quien fue un extraño.
Sé que pasa el tiempo cuando algunos seres van desapareciendo, mientras que otros llegan de pronto en invierno.
Sé del tiempo cuando el cielo cambia, y cuando el viento canta de acuerdo a su calma.
Sé que pasa el tiempo cuando debo de darme tiempo para el funeral de un tío.
Y no conozco al tiempo, pero veo crecer los árboles.
Siento al tiempo cuando veo a mis amigas lograr lo que alguna vez fueron sus sueños, cuando cumplen esas metas que nos parecían distantes
y cuando recordamos los que fueron nuestros instantes.
El tiempo lo cambia todo y, a pesar de eso, es ingrato y no se deja conocer, deja de pista sólo el soplo de su polvo.
No sé si se inventó el tiempo o si siempre estuvo ahí, pero todos somos presos de su sombra pueril.
No conozco al tiempo y no sé quédarle.
Lo único que puedo ofrecerle al tiempo es tiempo; eso que ya tiene y que yo ahuyento.
Odio, en especial, cuando el tiempo se ve encarcelado en las manecillas de un reloj y más cuando me habla con timbres y alarmas sacándome de la y aunque quiera librarme de él soy esclava de sus pautas.
El tiempo es mi peor amigo, va más rápido cuando y se detiene cuando lloro; e igual sé que el tiempo es la única real cura para todo.
Si uno pudiese controlar el tiempo, la vida no sería vida, perdería asombro y espontaneidad, se perdería emoción al actuar.
Tal vez lo terrible es el reloj y no el tiempo, pero igual nunca lo recomiendo, quizá sólo aprovéchalo.
Recuerde el alma dormida avive el seso y despierte contemplando cómo se pasa la vida, cómo se llega la muerte tan callando; cuán presto se va el placer, cómo, después de acordado, da dolor; cómo, a nuestro parescer, cualquiera tiempo pasado fue mejor.
Pues si vemos lo presente cómo en un punto s’es ido e acabado, si juzgamos sabiamente, daremos lo non venido por pasado. Non se engañe nadie, no, pensando que ha de durar lo que espera más que duró lo que vio, pues que todo ha de pasar por tal manera. Nuestras vidas son los ríos que van a dar en la mar, qu’es el morir; allí van los señoríos derechos a se acabar e consumir; allí los ríos caudales, allí los otros medianos, e más chicos, alleguados, son iguales los que viven por sus manos e los ricos.
¡Qué se nos va la Pascua, mozas, que se nos va la Pascua! Vuelan los ligeros años, y con presurosas alas nos roban, como harpías, nuestras sabrosas viandas. La flor de la maravilla esta verdad nos declara, porque le hurta la tarde lo que le dio la mañana.