Anastasio

Anastasio era un hombre noble que se enamoró perdidamente de una joven más noble y rica que él.
Ella no le quería y le despreciaba con crueldad, y eso a él que tanto la quería, le dolía mucho. Para olvidarse de ese amor decidió irse a vivir al campo. Un viernes mientras paseaba por el bosque oyó los gritos de una mujer, y decidió ir a ver que sucedía. La mujer iba desnuda y huía de unos perros que le mordían y le hacían daño, detrás vio a un caballero subido en un caballo que también la perseguía. Anastasio no estaba dispuesto a permitir que el caballero dañara a la joven por lo que intentó impedírselo pero el hombre le contó la historia por la cual debía dejar que atrapara a la joven. Le dijo que él había amado mucho a esa mujer a la que perseguía pero que ella siempre le rechazaba con crueldad, harto de todo eso se suicidó y fue condenado a penas infernales. Al poco tiempo la mujer murió y por su crueldad ella también fue castigada a penas en el infierno.
Su castigo consistía en que él , la perseguiría siempre y una vez la encontraba, con el estoque la mata y le abre la tripa para arrancarle las vísceras y dárselas de comer a los perros que van con él. Todo esto sucede cada viernes. Anastasio consciente de todo esto manda llamar a los padres de su enamorada y a ella a un banquete en ese mismo sitio, el viernes. El banquete iba muy bien hasta que apareció el caballero y la joven, como es normal todo el mundo se asustó y él caballero les contó a todos la historia y quedaron fascinados. La chica al darse cuenta de que ella había hecho lo mismo con el pobre Anastasio y presa del pánico decidió enviarle una notificación para decirle que haría todo lo que el quisiera. Anastasio la pidió en matrimonio y ella aceptó. Y así vivieron durante mucho tiempo juntos.

Anastasio - Giovanni Boccaccio - Clásicos

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EL COCINERO CHICHIBIO

Currado Gianfiglazzi se distinguía en nuestra ciudad como hombre eminente, liberal y espléndido, y viviendo vida hidalga, halló siempre placer en los perros y en los pájaros, por no citar aquí otras de sus empresas de mayor monta. Pues bien; habiendo un día este caballero cazado con un halcón suyo una grulla cerca de Perétola y hallando que era tierna y bien cebada, se la mandó a su vecino, excelente cocinero, llamado Chichibio, con orden de que se la asase y aderezase bien. Chichibio, que era tan atolondrado como parecía, una vez aderezada la grulla, la puso al fuego y empezó a asarla con todo esmero. 
 
Estaba ya casi a punto y despedía el más apetitoso olor el ave, cuando se presentó en la cocina una aldeana llamada Brunetta, de la que el marmitón estaba perdidamente enamorado; y percibiendo la intrusa el delicioso vaho y viendo la grulla, empezó a pedirle con empeño a Chichibio que le diese un muslo de ella. Chichibio le contestó canturreando:

-No la esperéis de mí, Brunetta, no; no la esperéis de mí.

Con lo que Brunetta irritada, saltó, diciendo:

-Pues te juro por Dios que si no me lo das, de mí no has de conseguir nunca ni tanto así.

Cuanto más Chichibio se esforzaba por desagraviarla tanto más ella se encrespaba; así es que, al fin, cediendo a su deseo de apaciguarla, separó un muslo del ave y se lo ofreció.

 Luego, cuando les fue servida a Currado y a ciertos invitados, advirtió aquel la falta y extrañándose de ello hizo llamar a Chichibio y le preguntó qué había sido del muslo de la grulla. A lo que el trapacero del veneciano contestó en el acto, sin atascarse:

-Las grullas, señor, no tienen más que una pata y un muslo.

 Amoscado entonces Currado, opuso:

-¿Cómo diablos dices que no tienen más que un muslo? ¿Crees que no he visto más grullas que ésta?

-Y, sin embargo, señor, así es, como yo os digo; y, si no, cuando gustéis os lo  demostraré con grullas vivas -arguyó Chichibio.

Currado no quiso enconar más la polémica, por consideración a los invitados que presentes se hallaban, pero le dijo:

-Puesto que tan seguro estás de hacérmelo ver a lo vivo -cosa que yo jamás había  reparado ni oído a nadie- mañana mismo, yo dispuesto estoy. Pero por Cristo vivo te juro que si la cosa no fuese como dices, te haré dar tal paliza que mientras vivas hayas de acordarte de mi nombre.

Terminada con esto la plática por aquel día, al amanecer de la mañana siguiente, Currado, a quien el descanso no había despejado el enfado, se levantó cejijunto, y ordenando que le aparejasen los caballos, hizo montar a Chichibio en un jamelgo y se encaminó a la orilla de una albufera, en la que solían verse siempre grullas al despuntar el día.

-Pronto vamos a ver quién de los dos ha mentido ayer, si tú o yo -le dijo al cocinero.

 Chichibio, viendo que todavía le duraba el resentimiento al caballero y que le iba mucho a él en probar que las grullas sólo tenían una pata, no sabiendo cómo salir del aprieto, cabalgaba junto a Currado más muerto que vivo, y de buena gana hubiera puesto pies en polvorosa si le hubiese sido posible; mas, como no podía, no hacía sino mirar a todos lados, y cosa que divisaba, cosa que se le antojaba una grulla en dos pies.

Llegado que hubieron a la albufera, su ojo vigilante divisó antes que nadie una bandada de lo menos doce grullas, todas sobre un pié, como suelen estar cuando duermen. Contentísimo del hallazgo, asió la ocasión por los pelos y, dirigiéndose a Currado, le dijo:

-Bien claro podéis ver, señor, cuán verdad era lo que ayer os dije, cuando aseguré que  las grullas no tienen más que una pata: basta que miréis aquéllas.

 -Espera que yo te haré ver que tienen dos -repuso Currado al verlas. Y,  acercándoseles algo más, gritó-: ¡Jojó!

Con lo que las grullas, alarmadas, sacando el otro pie, emprendieron la fuga. Entonces Currado dijo, dirigiéndose a Chichibio:

-¿Y qué dices ahora, tragón? ¿Tienen, o no, dos patas las grullas?

Chichibio, despavorido, no sabiendo en dónde meterse ya, contestó:

-Verdad es, señor, pero no me negaréis que a la grulla de ayer no le habéis gritado ¡Jojó!, que si lo hubierais hecho, seguramente habría sacado la pata y el muslo como éstas han hecho.

A Currado le hizo tanta gracia la respuesta que todo su resentimiento se le fue en risas, y dijo:

-Tienes razón, Chichibio: eso es lo que debí haber hecho.

 Y así fue como gracias a su viva y divertida respuesta, consiguió el cocinero salvarse de la tormenta y hacer las paces con su señor.

EL JUMENTO DEL COMPADRE PEDRO

Todo empieza un día que un tal Juan que cargaba con un jumento se dirigía a las ferias de Pulla para vender. Entonces, se encontró con un tal Pedro. Este se lo llevaba con él y lo alojaba, pero no podía satisfacerle de una manera mejor que dejándole dormir en un montón de paja de lado de su jumento, ya que Pedro solo tenía una cama y la compartía con su mujer.

La mujer de Pedro le ofreció a Juan su lado de la cama ya que ella podía dormir con una amiga suya, pero él rechazaba continuamente su petición ya que no quería quitarle la vista a su jumento. Entonces la mujer de Pedro se quiso transformar en asno para llevar la mercancía más rápido y así ganar el doble y Pedro aceptó.

Entonces se dirigen junto al cura para poder transformar a la mujer de Pedro en asno. El cura transformó todo su cuerpo en asno menos la cola, ya que el compadre Pedro no quiere que tenga cola su nuevo asno e interrumpe el ritual y su mujer no se convierte en asno. Tras esto, su mujer se enfada con Pedro ya que si se hubiera convertido en asno se entregarían las mercancías antes.

El santo hipócrita

El notario Chapelet lleva una vida desaforada: jura en falso, miente y engaña, hace que amigos y familiares se peleen entre sí, blasfema en contra de Dios y los santos sacramentos; ni siquiera se amilana ante el robo o la muerte.

Un rico comerciante llamado Musciatto Franzesi encarga a este hombre deleznable recolectar deudas en Borgoña. El señor Chapelet se aloja en casa de dos amigos italianos de Musciatto, pero pronto enferma con una gravedad tal que los médicos declaran que solo resta darle la extremaunción.

Desde su lecho de muerte, Chapelet oye que sus anfitriones se preocupan por él: el moribundo resultó ser una persona tan malvada que seguramente rechazará los santos sacramentos y será arrojado en una fosa por ateo.

Chapelet, que no se asusta ni siquiera ante la presencia de la muerte, hace llamar al monje más creyente, estudioso y puro, para confesarle sus pecados. Haciendo gala de sus dotes lingüísticas, se presenta a sí mismo como un hombre tan virtuoso que, luego de su muerte, recibe sepultura en el monasterio y el pueblo le rinde culto como a un santo.

Decamerón, de Giovanni Boccaccio | Otro Ángulo